No siempre, cuando se trata de vida o muerte tenemos una segunda oportunidad. Nací el 30 de mayo de 1978, sin embargo si le preguntas a mis padres volví a nacer en julio de 1984. El primer recuerdo que conservo de ese accidente que el 14 de junio de ese año casi acaba con mi vida es el de la sala de terapia intensiva del Hospital Miguel Pérez Carreño. Estaba bañada por una luz agradablemente tenue, y bajo ella yo estaba acostado boca abajo. Las enfermeras, que se distribuían en torno mío me unos golpecitos en la espalda. Luego me enteré esos golpecitos, llamados percusión, servían para aflojar la flema.
Recuerdo claramente, como si fuera hoy, que tuve la curiosidad de saber si era capaz de moverme, pero tal vez fueron más las ganas de seguir durmiendo y descansando que las de satisfacer mi repentina inquietud. Quien sabe, tal vez si en ese momento hubiera logrado pararme, o hablar, no hubiese requerido una terapia tan larga. Tampoco sé en qué momento de ese mes, interminable para mi familia, logré despertar. Todo eso hoy por hoy queda relegado al plano de las especulaciones y la fantasía. Sólo sé que desperté, pero así como lo hice, igualmente recuerdo que me volví a dormir.
Con el tiempo, aproximadamente un mes después del coma, me dieron de alta y gradualmente fui despertando, entonces empezó un camino largo de terapias y rehabilitaciones, porque había que trabajar muy duro. Recuerdo que todos los días iba a fisioterapia en las mañanas y por las tardes venía a la casa una terapista de lenguaje a ayudarme a adquirir tonicidad muscular para poder empezar a hablar nuevamente. Y el trabajo duro tuvo su recompensa ya que en enero estaba empezando el 1º grado.
En esa primera temporada todavía seguía yendo mi terapista de lenguaje a la casa, se llamaba Zulay. Aún la recuerdo con nitidez, así como también conservo un grato recuerdo lleno del más profundo agradecimiento de todo lo que hacíamos. Tenía que concentrarse en lo importante: ayudarme a aprender a hablar, escribir y leer nuevamente. Menos mal que mi accidente fue a muy temprana edad, porque después de semejante contusión cerebral como la que tuve todo, absolutamente todo, lo olvidé, y después de pasar un mes inconsciente hasta el músculo más chiquitico de mi cuerpo lo tenía atrofiado. De hecho, los doctores que hoy por hoy ven los informes dicen que ese accidente fue tan grave que no me morí porque no me tocaba.
Sin embargo el precio que tuve que pagar a cambio de seguir vivo fue un arduo trabajo que empezó poco después de despertar; de hecho, esa deuda con la vida aún no la he terminado de saldar completamente. De esta manera, ya cuando tenía suficiente tonicidad muscular como para mantenerme sentado empezamos los ejercicios. Había uno que era… ¡Umm!, muy sabroso, para un niño de seis años, como era yo para ese entonces. Consistía en ponerme una chupeta frente a la boca para que sacara suficientemente la lengua como para tocarla. Luego Zulay la ponía hacia cada uno de mis cachetes, hacia mi barbilla y hacia mi nariz, y cuando la lograba tocar con la punta de mi lengua en las cuatro posiciones, eso sí, sin mover la cabeza, me la ganaba.
Otro de los ejercicios era tan divertido como difícil. Éste consistía en disponer de una ponchera con agua en la cual se pusiera un barquito de papel, que tenía que soplar para que llegara al otro extremo. Al principio era sumamente complicado, ya que mis músculos estaban tan débiles que casi no podía fruncir los labios, pero poco a poco lo fui logrando hasta el punto de que creo recordar que más avanzado en el proceso, Zulay y yo hacíamos competencias a ver quién lograba primero que su barquito llegara al otro lado de la ponchera.
Con el mismo objetivo hacía otro ejercicio que consistía en tratar de soplar una vela hasta que finalmente se apagara o que soplara diferentes clases de pitos. Extraño mucho uno muy especial para mí, que nunca olvidaré y siempre atesoraré en mi recuerdo como el entrañable juguete de esos meses: Se trataba de un pito en forma de pájaro que se llenaba de agua y cuando uno soplaba, sonaba como si el animalito estuviese cantando.
También masticaba chicle moviendo todos los músculos de la cara. Para lograrlo debía abrir grande la boca hasta dejar ver los dientes y luego, al cerrarla fruncir los labios como para empezar a dar un beso. El chicle que conseguíamos para eso era muy rico, sabía a uva por mucho tiempo, pero era tan rico como duro. Bueno, hoy sé que de eso se trataba, de que me costara trabajo masticar. Asimismo, tenía que dar besos frente a un espejo. Y luego, para la motricidad hacía de todo, claro, después de que ya podía agarrar el lápiz, desde palitos y circulitos hasta dibujos, eso sí, con colores de cera únicamente, y … ¡Guácala! No me gustaba tener que restringir mi creatividad a los siete o doce colores que creo que una caja de colores de cera contiene, con su característico trazo grueso. Sobre todo cuando tenía frente a mí la gran tentación de abrir la caja de 60 colores prismacolor que me había regalado mi prima.
Y así pasé todo 1º, 2º, 3º y 4º grado, haciendo mi mejor esfuerzo. Debo reconocer que aunque no era el mejor de la clase, conservaba un buen promedio, y en todos estos años el proceso que viví con Zulay fue decisivo y marcó la pauta. Indiscutiblemente ella dejó una huella imborrable en lo que llegué a ser después.
A partir de 5º grado todo cambió para bien, porque empecé a resaltar como uno de los mejores alumnos de la clase, por lo menos, así creo recordarlo. Es más aún conservo mis boletas de esos años, con las que puedo tratar de comprobar lo que digo. Mi profesora era nueva en el colegio, se llamaba Ingrid Martínez y tuve el placer de que fuera mi profesora guía por tres años seguidos. Con ella aprendí mucho, la admiraba por su entrega, la recuerdo cómo se iba cargada de cuadernos para corregir o llegaba a darnos la clase con su cuaderno lleno de anotaciones. Cuando estaba de guardia en los recreos, siempre estaba rodeada de niños que le contaban algo, yo estuve muchas veces en ese grupo, aunque prefería mantenerme callado.
A mitad de 8º grado se fue del colegio, entonces parecía que se hubiera muerto alguien, especialmente entre mis compañeros, porque todos lloraban con mucho sentimiento. Sin embargo de ella conservo un recuerdo muy especial, por ejemplo, cuando murió mi papá ella fue una de quienes estuvo por más tiempo en la funeraria acompañándonos.
Una cosa en particular me marcó de ella, tal vez la lección más importante que recibí de ella, fue que cuando nos daba clase de biología, yo nunca sacaba más de 16 en ningún examen. Es que sus exámenes eran muy largos y abarcaban todo, desde la clase que ella daba, pasando por la guía de laboratorio para terminar con el libro y otra guía que ella siempre elaboraba con contenidos que no incluían los materiales anteriores. Yo era un alumno de 17 ó 18, de allí para arriba, así es que un día estudié absolutamente todo, pero en el examen no me acordaba de algunas respuestas que me faltaban. Así es que como estaba mirando para todos lados a ver si me acordaba, Mariela Grillo, que estaba al lado mío, se dio cuenta de mi problema y me acercó su examen. Nunca me había copiado hasta entonces. Tengo que reconocer que esa fue demasiada tentación como para resistirla, pero tenía algo en mi contra, falta de experiencia.
No obstante me acerqué un poquito, como no lograba ver nada, Mariela, gentilmente me acercó un poquito más su examen, como de igual modo no lograba ver nada, me acerqué un poquito más, pero por más que estiraba el cuello no lograba ver todavía, entonces Mariela, para sacarme del apuro me acercó un poquito más aún su examen y cuando creo que ya estaba empezando a ver algo nos sorprendió la voz de la profesora Ingrid quien me dijo textualmente algo que nunca olvidaré: “Víctor, yo no esperaba esto de ti”.
Eso fue como la campanada que me llamó a reflexión. Además lo dijo en voz alta delante de todo el salón. Jamás había pasado ni pasaré una vergüenza tan grande; estoy seguro de que ella lo sabía. Además recibí el peor castigo de todos, el castigo moral, porque para mi sorpresa no me bajó ni medio punto, bueno yo tampoco logré copiarme ni media letra, jamás vi nada, lo juro.
Pero de todas maneras hubiera preferido que se acercara hasta mí y me pusiera 01 de una vez o que me raspara el año o que citara a mis padres. No hizo nada y eso fue el peor castigo, estar conciente de que todos se dieron cuenta que estaba haciendo algo indebido y tener que ser yo mismo quien se autoimpusiera su propia reprensión. Yo estoy seguro que ella sabía muy bien que lo iba a hacer y que lo haría mejor que ella, porque aprendí la lección.
Fue así como mi querida profe me había dado una segunda oportunidad, tanto es así que jamás mencionó el incidente, ni conmigo ni con nadie. Mi profe me dio una segunda oportunidad de igual modo como la vida, años atrás, decidió darme una segunda oportunidad. Tal vez no me tocaba, no necesitaban más angelitos en el cielo, o me aferré tanto a la vida y luché tanto que logré superar todas las dificultades. Seguí estudiando con mucha dedicación hasta graduarme de Bachiller, entonces descubrí que quería seguir el ejemplo que ellas me habían dado. Decidí que quería consagrar mi vida a los niños.
Sacando cuentas mi profesora Ingrid ya debería estar a punto de jubilarse, nunca nos dijo su edad, ella decía que tenía tisiete, sin embargo, ya han pasado 20 años desde que nos dejó de dar clase. Me gustaría mucho encontrármela y contarle que seguí su ejemplo, que su lección me sirvió de mucho, pues nunca más siquiera me pasó por la cabeza copiarme en otro examen nuevamente. Me gustaría contarle lo feliz que me siento cada vez que asomo la nariz al preescolar y entonces los niñitos me llenan con su cariño, como nosotros hacíamos con ella. Que en cada una de mis clases, cuando tengo un problema trato de pensar cómo lo hubiera resuelto ella.
Una vez una amiga me decía que los maestros somos tan importantes, porque los errores de un médico, desaparecen con la muerte del paciente; los errores de un arquitecto, se cobran la estabilidad del edificio, que finalmente se cae; pero los errores de un maestro se multiplican, cuando nuestros niños crecen y enseñan mal a otros. De igual manera, agregaría yo, los aciertos de un maestro también se multiplican. Por eso, si me consiguiera nuevamente a Zulay o a mi profe Ingrid, les diría que decidí marcar la vida de mis niños así como ellas marcaron la mía. Les diría a ambas que decidí aprovechar de la mejor manera posible esta segunda oportunidad que la vida me regaló.
Recuerdo claramente, como si fuera hoy, que tuve la curiosidad de saber si era capaz de moverme, pero tal vez fueron más las ganas de seguir durmiendo y descansando que las de satisfacer mi repentina inquietud. Quien sabe, tal vez si en ese momento hubiera logrado pararme, o hablar, no hubiese requerido una terapia tan larga. Tampoco sé en qué momento de ese mes, interminable para mi familia, logré despertar. Todo eso hoy por hoy queda relegado al plano de las especulaciones y la fantasía. Sólo sé que desperté, pero así como lo hice, igualmente recuerdo que me volví a dormir.
Con el tiempo, aproximadamente un mes después del coma, me dieron de alta y gradualmente fui despertando, entonces empezó un camino largo de terapias y rehabilitaciones, porque había que trabajar muy duro. Recuerdo que todos los días iba a fisioterapia en las mañanas y por las tardes venía a la casa una terapista de lenguaje a ayudarme a adquirir tonicidad muscular para poder empezar a hablar nuevamente. Y el trabajo duro tuvo su recompensa ya que en enero estaba empezando el 1º grado.
En esa primera temporada todavía seguía yendo mi terapista de lenguaje a la casa, se llamaba Zulay. Aún la recuerdo con nitidez, así como también conservo un grato recuerdo lleno del más profundo agradecimiento de todo lo que hacíamos. Tenía que concentrarse en lo importante: ayudarme a aprender a hablar, escribir y leer nuevamente. Menos mal que mi accidente fue a muy temprana edad, porque después de semejante contusión cerebral como la que tuve todo, absolutamente todo, lo olvidé, y después de pasar un mes inconsciente hasta el músculo más chiquitico de mi cuerpo lo tenía atrofiado. De hecho, los doctores que hoy por hoy ven los informes dicen que ese accidente fue tan grave que no me morí porque no me tocaba.
Sin embargo el precio que tuve que pagar a cambio de seguir vivo fue un arduo trabajo que empezó poco después de despertar; de hecho, esa deuda con la vida aún no la he terminado de saldar completamente. De esta manera, ya cuando tenía suficiente tonicidad muscular como para mantenerme sentado empezamos los ejercicios. Había uno que era… ¡Umm!, muy sabroso, para un niño de seis años, como era yo para ese entonces. Consistía en ponerme una chupeta frente a la boca para que sacara suficientemente la lengua como para tocarla. Luego Zulay la ponía hacia cada uno de mis cachetes, hacia mi barbilla y hacia mi nariz, y cuando la lograba tocar con la punta de mi lengua en las cuatro posiciones, eso sí, sin mover la cabeza, me la ganaba.
Otro de los ejercicios era tan divertido como difícil. Éste consistía en disponer de una ponchera con agua en la cual se pusiera un barquito de papel, que tenía que soplar para que llegara al otro extremo. Al principio era sumamente complicado, ya que mis músculos estaban tan débiles que casi no podía fruncir los labios, pero poco a poco lo fui logrando hasta el punto de que creo recordar que más avanzado en el proceso, Zulay y yo hacíamos competencias a ver quién lograba primero que su barquito llegara al otro lado de la ponchera.
Con el mismo objetivo hacía otro ejercicio que consistía en tratar de soplar una vela hasta que finalmente se apagara o que soplara diferentes clases de pitos. Extraño mucho uno muy especial para mí, que nunca olvidaré y siempre atesoraré en mi recuerdo como el entrañable juguete de esos meses: Se trataba de un pito en forma de pájaro que se llenaba de agua y cuando uno soplaba, sonaba como si el animalito estuviese cantando.
También masticaba chicle moviendo todos los músculos de la cara. Para lograrlo debía abrir grande la boca hasta dejar ver los dientes y luego, al cerrarla fruncir los labios como para empezar a dar un beso. El chicle que conseguíamos para eso era muy rico, sabía a uva por mucho tiempo, pero era tan rico como duro. Bueno, hoy sé que de eso se trataba, de que me costara trabajo masticar. Asimismo, tenía que dar besos frente a un espejo. Y luego, para la motricidad hacía de todo, claro, después de que ya podía agarrar el lápiz, desde palitos y circulitos hasta dibujos, eso sí, con colores de cera únicamente, y … ¡Guácala! No me gustaba tener que restringir mi creatividad a los siete o doce colores que creo que una caja de colores de cera contiene, con su característico trazo grueso. Sobre todo cuando tenía frente a mí la gran tentación de abrir la caja de 60 colores prismacolor que me había regalado mi prima.
Y así pasé todo 1º, 2º, 3º y 4º grado, haciendo mi mejor esfuerzo. Debo reconocer que aunque no era el mejor de la clase, conservaba un buen promedio, y en todos estos años el proceso que viví con Zulay fue decisivo y marcó la pauta. Indiscutiblemente ella dejó una huella imborrable en lo que llegué a ser después.
A partir de 5º grado todo cambió para bien, porque empecé a resaltar como uno de los mejores alumnos de la clase, por lo menos, así creo recordarlo. Es más aún conservo mis boletas de esos años, con las que puedo tratar de comprobar lo que digo. Mi profesora era nueva en el colegio, se llamaba Ingrid Martínez y tuve el placer de que fuera mi profesora guía por tres años seguidos. Con ella aprendí mucho, la admiraba por su entrega, la recuerdo cómo se iba cargada de cuadernos para corregir o llegaba a darnos la clase con su cuaderno lleno de anotaciones. Cuando estaba de guardia en los recreos, siempre estaba rodeada de niños que le contaban algo, yo estuve muchas veces en ese grupo, aunque prefería mantenerme callado.
A mitad de 8º grado se fue del colegio, entonces parecía que se hubiera muerto alguien, especialmente entre mis compañeros, porque todos lloraban con mucho sentimiento. Sin embargo de ella conservo un recuerdo muy especial, por ejemplo, cuando murió mi papá ella fue una de quienes estuvo por más tiempo en la funeraria acompañándonos.
Una cosa en particular me marcó de ella, tal vez la lección más importante que recibí de ella, fue que cuando nos daba clase de biología, yo nunca sacaba más de 16 en ningún examen. Es que sus exámenes eran muy largos y abarcaban todo, desde la clase que ella daba, pasando por la guía de laboratorio para terminar con el libro y otra guía que ella siempre elaboraba con contenidos que no incluían los materiales anteriores. Yo era un alumno de 17 ó 18, de allí para arriba, así es que un día estudié absolutamente todo, pero en el examen no me acordaba de algunas respuestas que me faltaban. Así es que como estaba mirando para todos lados a ver si me acordaba, Mariela Grillo, que estaba al lado mío, se dio cuenta de mi problema y me acercó su examen. Nunca me había copiado hasta entonces. Tengo que reconocer que esa fue demasiada tentación como para resistirla, pero tenía algo en mi contra, falta de experiencia.
No obstante me acerqué un poquito, como no lograba ver nada, Mariela, gentilmente me acercó un poquito más su examen, como de igual modo no lograba ver nada, me acerqué un poquito más, pero por más que estiraba el cuello no lograba ver todavía, entonces Mariela, para sacarme del apuro me acercó un poquito más aún su examen y cuando creo que ya estaba empezando a ver algo nos sorprendió la voz de la profesora Ingrid quien me dijo textualmente algo que nunca olvidaré: “Víctor, yo no esperaba esto de ti”.
Eso fue como la campanada que me llamó a reflexión. Además lo dijo en voz alta delante de todo el salón. Jamás había pasado ni pasaré una vergüenza tan grande; estoy seguro de que ella lo sabía. Además recibí el peor castigo de todos, el castigo moral, porque para mi sorpresa no me bajó ni medio punto, bueno yo tampoco logré copiarme ni media letra, jamás vi nada, lo juro.
Pero de todas maneras hubiera preferido que se acercara hasta mí y me pusiera 01 de una vez o que me raspara el año o que citara a mis padres. No hizo nada y eso fue el peor castigo, estar conciente de que todos se dieron cuenta que estaba haciendo algo indebido y tener que ser yo mismo quien se autoimpusiera su propia reprensión. Yo estoy seguro que ella sabía muy bien que lo iba a hacer y que lo haría mejor que ella, porque aprendí la lección.
Fue así como mi querida profe me había dado una segunda oportunidad, tanto es así que jamás mencionó el incidente, ni conmigo ni con nadie. Mi profe me dio una segunda oportunidad de igual modo como la vida, años atrás, decidió darme una segunda oportunidad. Tal vez no me tocaba, no necesitaban más angelitos en el cielo, o me aferré tanto a la vida y luché tanto que logré superar todas las dificultades. Seguí estudiando con mucha dedicación hasta graduarme de Bachiller, entonces descubrí que quería seguir el ejemplo que ellas me habían dado. Decidí que quería consagrar mi vida a los niños.
Sacando cuentas mi profesora Ingrid ya debería estar a punto de jubilarse, nunca nos dijo su edad, ella decía que tenía tisiete, sin embargo, ya han pasado 20 años desde que nos dejó de dar clase. Me gustaría mucho encontrármela y contarle que seguí su ejemplo, que su lección me sirvió de mucho, pues nunca más siquiera me pasó por la cabeza copiarme en otro examen nuevamente. Me gustaría contarle lo feliz que me siento cada vez que asomo la nariz al preescolar y entonces los niñitos me llenan con su cariño, como nosotros hacíamos con ella. Que en cada una de mis clases, cuando tengo un problema trato de pensar cómo lo hubiera resuelto ella.
Una vez una amiga me decía que los maestros somos tan importantes, porque los errores de un médico, desaparecen con la muerte del paciente; los errores de un arquitecto, se cobran la estabilidad del edificio, que finalmente se cae; pero los errores de un maestro se multiplican, cuando nuestros niños crecen y enseñan mal a otros. De igual manera, agregaría yo, los aciertos de un maestro también se multiplican. Por eso, si me consiguiera nuevamente a Zulay o a mi profe Ingrid, les diría que decidí marcar la vida de mis niños así como ellas marcaron la mía. Les diría a ambas que decidí aprovechar de la mejor manera posible esta segunda oportunidad que la vida me regaló.